dos en unaPor: María Caridad Esquivel Díaz.
Los que veíamos la película no parecíamos los mismos de horas atrás. La aprensión nos invadió y dejamos caer los hombros, pasmados los ojos; al margen de la ficción que complementa toda historia contada desde el séptimo arte. Desde la pequeña pantalla en colores, se extinguía la vida en Sierra Leona.
De ojos azules y tez blanca, un señor de negocios y una joven periodista; interpretados, el uno, por Leonardo DiCaprio; la otra, por Jennifer Connelly. Negros el resto del elenco y casi todos los extras. Escenas bien logradas a todo color: negra la masacre entre los propios originarios, y negros el uso masivo de niños-soldados y el saqueo de los diamantes. Era la cruda realidad llevada al rodaje.
Tal vez porque la atención es selectiva, el filme Diamante de Sangre fue primera señal venida de la guerra civil en ese país de África Occidental que se quedó en mi memoria. Señal desgarradora, tristísima. No se sabe bien los miles de personas asesinadas o mutiladas que quedaron tras el conflicto, más de 50 mil dicen unos, cerca de 120 mil estiman otros.
Eso, antes del Ébola en 2014. Los sobrevivientes a la brutal disputa por las riquezas naturales del lugar, los que esquivaron la muerte por desnutrición, por Malaria o por SIDA y aún lloran a sus difuntos, cohabitan desplazados por la geografía sierraleonense bajo el asecho de contaminarse con el flagelo, herencia de los simios y los murciélagos.
Cuando se supo que un grupo de 165 médicos cubanos viajaría para erradicar el mal en esa nación y en otras colindantes, como a todos en Cuba, me sobrecogió el temor por la salud de mis compatriotas. Y me embargó mi más claro referente: la película, los rostros de los personajes nativos y el hombre de negocios, resucitado de las aguas heladas que se tragaron al Titanic para hacer las veces de traficante en Sierra Leona.
Allá fueron nuestros enviados. Allá, cuando se filman escenas o se hacen fotos en plena pelea por la vida, se distinguen forasteros de tez y batas blancas gravitando en la negrura para ponerle un poco de luz, quizás para reponer allí el brillo de alguna mina de diamantes otrora mercadeada por armas de matar.
Los forasteros siempre corren el riesgo de contraer los males que levitan en tierra extraña. Se nos enfermó Félix Báez Sarría, su cuerpo se infectó con los flujos negros del río Ébola. Y el contrabandista, Leonardo DiCaprio, terminó mal herido por las balas que, como los virus, andaban en el aire y en las aguas del angustiado país.
En mi abstracción veo a los dos forasteros en esa porción de tierra africana contagiados con los padecimientos de ocasión. Pienso en los tiempos y en los fines de ambos en el lugar, y el contraste es insalvable: El helicóptero que debía rescatar al galán de Hollywood, mejor dicho, al comerciante, lo sobrevoló cuando a éste ya se le había ido el aliento; mientras que Félix llegó a Cuba, vía aérea, sanado y salvo. Y, para restaurar aunque sea uno de todos los diamantes rotos en Sierra Leona, nuestro médico quiere volver.